El Juicio Final
por José Lull

A pesar de haber observado el cielo durante muchos años seguimos disfrutando de cierta euforia o sorpresa cuando tenemos la suerte de ver
una estrella fugaz. Es sorprendente saber que un cuerpo de alrededor de un gramo de masa y un mm. de diámetro situado a unos 50 km de altura produzca una visión tan espectacular. Sin embargo, una pequeña cantidad de meteoros llegan a contactar con la superficie de nuestro planeta.

La imagen que tenemos de los meteoritos es la de unas pequeñas piedras extraterrestres que a duras penas han sobrevivido a la fricción y calentamiento de la atmósfera y que al caer al suelo sólo han conseguido hacer un pequeño boquete. No suele pasarnos por la cabeza si pueden suponer un peligro mortal para nosotros porque tal suceso parece muy improbable pero, no obstante, durante este siglo se han dado varios casos desgraciados como los de Nakhla en Egipto, en el que varias vacas resultaron muertas por tan extraordinario lapidamien-to o el de un habitante de Alabama (EEUU) que resultó herido en la cadera por el impacto de un meteorito que atravesó el techo de su casa. Esto sucedió en 1911 y 1954, respetívamente. De esta misma década contamos con otros casos más o menos importantes. Así, por ejemplo, el 17 de Mayo de 1990 un meteorito colisionó contra un campo de trigo de un pueblo de los Urales, provocando un crater de 10 m. de ancho por 4 de profundidad. El responsable de este pequeño crater pesaba 1.500 Kg y tenía un metro de diámetro; su velocidad de entrada a la atmósfera se relantizó desde los 18 Km/seg a los 2 Km/seg en el momento del impacto. Los científicos que excavaron el crater lograron desenterrar un cuerpo de 315 Kg a una profundidad de 14 m. lo cual verifica la violencia del choque. En otras ocasiones un meteorito colisionó contra un coche en EE.UU o perforó dos plantas de una vivienda japonesa.

A principios de siglo un suceso catastrófico tuvo lugar en una zona deshabitada de Siberia. En un lugar poblado hubiera podido provocar gran número de muertes. Corría el año 1908, un 30 de Junio por la mañana, cuando una enorme bola de fuego iluminó el cielo de la región siberiana de Tunguska. El testimonio de la exigua población nómada y cazadora de aquella zona es sobrecogedor. Rebaños de renos quedaron incinerados al instante, cabañas destruidas, personas lanzadas hasta 12 m. de distancia, campamentos y enseres reducidos a cenizas, miles de árboles quemados y derribados ... El epicentro quedó señalado por los miles de troncos de abetos derribados por la presión del aire, en 2.000 km cuadrados, que apuntaban a un radiante cercano al monte Shakharma.

Las últimas investigaciones parecen indicar que el causante de tanta destrucción fue un objeto asteroidal de 80 m. de diámetro, que entró en la atmósfera con una velocidad de 22 Km/seg y un ángulo de 30º. La fragmentación del asteroide debió producirse en la propia atmosfera, a unos 6 km. de altitud, donde se evaporó tras una espectacular y rápida serie de explosiones 2.000 veces más potentes que la bomba atómica de Hiroshima. Las consecuencias del suceso llegaron a percibirse en lugares tan lejanos como el observatorio de Monte Wilson en EE.UU., donde el nivel de transparencia del cielo bajó un poco durante un tiempo.

Después de lo visto en Tunguska, producido por un cuerpo frágil y volátil de 80 m. de diámetro, ¿qué podemos esperar de colisiones menos afortunadas?. Todos nosotros hemos visto una y mil veces fotografías del famoso Meteor Crater de Arizona. El crater, de 50.000 años de edad, tiene 1.295 m. de diámetro y 174 m. de profundidad. El causante de tremenda explosión sólo medía 150 m y pesaba 10 millones de toneladas. El crater más grande de Europa es el de Ries Kessel en Alemania, con un diámetro de 25 km y una edad de 15 millones de años. Debemos imaginarnos el nivel de destrucción y subsecuentes perturbaciones que debían provocar tales impactos. Conociendo lo ocurrido en Tunguska pensemos qué nivel de destrucción conllevó el impacto de Ries Kessel.

En la hermosa península de Yucatán, con epicentro en el modesto pueblo mejicano de Chicxulub, se han detectado, gracias a modernas técnicas consistentes en medir variaciones locales de gravedad, una serie de anillos concéntricos el más amplio de los cuales mide 300 km. de diámetro. Esto significa el equivalente a una explosión de 5.000 millones de bombas atómicas a la vez, es decir, un nivel de destrucción apocalíptico y de consecuencias a nivel planetario. Este Juicio Final lo vivieron los seres que habitaban nuestro planeta hace 65 millones de años, en el cambio del periodo Cretácico al Terciario y de las eras Mesozoica a Cenozoica.

¿Pero qué sucedió exáctamente hace 65 millones de años?. En aquella remota época los dinosaurios gobernaban la Tierra desde hacía más de 100 millones de años. Al Hombre, en forma de austrolopithecus, todavía le quedaban más de 60 millones de años en hacer su primera aparición en escena. El antepasado más cercano que tenemos para el final del cretácico es la musaraña, un pequeño mamífero más bien parecido a una rata. Imaginemos nuestro planeta con la fisionomía y posición de los continentes sensiblemente distinta a la actual. En tierras donde hoy existen desiertos o paisajes helados antes habían grandes bosques tropicales, pantanos, etc. Los grandes Tiranosaurios, Braquiosaurios y demás saurios gigantes dominaban la Tierra sobre todos los demás inquilinos pero desconocían el terrible final que se les avecinaba al final del Mesozoico.

Un asteroide de 10 km de diámetro tenía programada una órbita de encuentro con la Tierra. Un buen día este objeto destructor apareció en la atmósfera terrestre entrando a una velocidad endiablada de 90.000 km/hora. Los dinosaurios apenas dispusieron de una pequeña porción de segundo para ver su verdugo tras la cual se produjo el impacto sobre el océano. La temperatura del mar circundante subió a los 60.000 ºC y 7 billones de toneladas de agua se evaporaron en un abrir y cerrar de ojos. El aire comprimido de la cabeza del asteroide salió despedido en todas direcciones durante el contacto con la superficie marina. Un momento después se produciría la colisión contra el fondo del mar y 100 billones de toneladas de tierra serían lanzados al aire a 40.000 km/hora. En un anillo de 4.000 km a la redonda todo quedaría completamente arrasado. El crater de 300 km de ancho por 25 de profundidad inicial se regeneraría en uno más estable de 100 km por 0,5 de profundidad y, durante unas 20 horas, vientos ardientes circularían por todo el planeta. El impacto sobre el mar produjo tsunamis, una especie de gigantescos maremotos cuyas olas viajarían a 700 km/hora. Las tierras bajas quedarían inundadas. Esto sucedería en millones de km cuadrados. Una vez hubiesen pasado las colosales olas del tsunani, cada 7 minutos, durante varias horas, nuevas olas de grandes dimensiones azotarían una y otra vez las costas ahogando centenares de miles de animales.

El infierno había llegado a la Tierra pero la catástrofe no había hecho más que empezar. Partículas de polvo y vapor que habrían ascendido a 50 km de altura se irían dispersando por todo el planeta a grandes velocidades. Su fricción con la atmósfera, a modo de millones de estrellas fugaces, haría llamear el cielo y, a una altura de 65 km, la temperatura ascendería a 1.500 ºC. Sobre la tierra la temperatura sería de 300 ºC. El 90% de la superficie verde quedó arrasada y millones de animales se convirtieron en cenizas. En un día todo el planeta quedaría oculto por una capa de polvo de casi 30 km de espesor. La luz del Sol desaparecería y la oscuridad sería 30 veces mayor que la de una noche oscura. Durante medio año la oscuridad sería total y la mayoría de las plantas y animales supervivientes perecerían sin remedio en la oscuridad más absoluta. Enseguida vendría la lluvia ácida en un mundo glacial ante la falta del calor solar y como mínimo 6 metros de nieve cubrirían la tierra. Pequeños animales como las musarañas sobrevivieron en estas condiciones extremas excavando túneles bajo la nieve y viviendo de animales y plantas en descomposición.

Al año del impacto los primeros rayos solares volverían a tocar el suelo pero durante unos 2.000 años el vapor de agua, el óxido de nitrógeno y los gases de carbono envolverían la atmósfera en un mar de niebla y humedad. El reino de los dinosaurios había tocado a su fín pero con él también acabaron una elevadisima proporción de formas de vida, animales y plantas, que jamás volverían a ser vistas si no en forma fosilizada como imagen de un tiempo que quedó paralizado instantáneamente. No obstante, la vida continuó su camino y surgieron nuevas formas evolutivas. A buen seguro podríamos decir que el reinado del Hombre sobre la Tierra sólo ha sido posible tras el Juicio sufrido por las especies de hace 65 millones de años.

¿Está nuestra civilización libre de recibir un visitante indeseable de 10 km de diámetro? NO. Todos los años tenemos noticias de pequeños asteroides que cruzan la órbita de la Tierra y que incluso pasan «rozando» nuestro planeta. Aunque la posibilidad de una gran colisión sea remota ésta existe. Se calcula que la posibilidad de un suceso como el de Tunguska o Arizona puede suceder cada varios siglos, cada 300.000 años para un objeto de 1 km y 100 millones de años para uno de 10 km como el de Chicxulub.

Los dinosaurios pudieron reinar más de 100 millones de años sobre la Tierra antes de ser aniquilados sin piedad. Nosotros no hemos hecho más que iniciar el nuestro. ¿Acabará nuestra historia tras la visión de una gran bola de fuego en el cielo? Quizás nos autodestruyamos mucho antes de que esto suceda pero siempre le queda a uno la esperanza de que nuestros hijos y sus lejanos descendientes alcancen un alto grado de civilización pacífico y equilibrado que les permita vencer a estos visitantes rocosos y les facilite realizar maravillosos viajes por el espacio intergaláctico como los que muchas veces soñamos cuando descansamos nuestra vista cómodamente tumbados observando la inmensidad del firmamento. La elección del Juicio Final es nuestra.