La edad del Sistema Solar

J. Salvador

La especie humana necesita datar cosas. Nos gusta saber qué edad tienen nuestros familiares, cuán viejo es el coche de segunda mano que algunos padres regalan a sus hijos, la antigüedad de la casa que nos vamos a comprar o cuántos siglos tiene un castillo que visitamos cuando salimos de vacaciones. Es corriente pues el hacernos preguntas acerca de la edad de lo que nos rodea o nos importa. Una de éstas preguntas es muy importante y ha requerido una larga y laboriosa tarea por parte de los científicos: fechar cuándo nació nuestro planeta y, consecuentemente, el Sistema Solar.

Desde épocas muy remotas las distintas culturas del planeta han ido elaborando sus leyendas acerca del nacimiento de la Tierra y la existencia de los seres humanos en ella. La tradición asirio-babilónica, por ejemplo, nos habla de que Marduk, hijo del dios Ea, luchó con Kingu, marido del dragón hembra Tiamat, y con once monstruos que obedecían las órdenes de Kingu. Mató a todos ellos, y después hizo lo propio con Tiamat. Marduk cortó el cuerpo del dragón en dos trozos, uno de los cuales sería la Tierra y el otro el firmamento. Ea, el padre de Marduk, empleó la sangre del cuerpo de Kingu para crear al hombre y así que viviese en el recién formado planeta. Ésta es sólo una de las muchas leyendas sobre la formación de nuestro planeta y la historia está repleta de ellas.

En la antigua Grecia, por su parte, se tenía una concepción cíclica del tiempo. Es decir, creían que la historia consistía en lo que ellos llamaban "grandes años", periodos de duración indeterminada que llegaban a su fin cuando los planetas del Sistema Solar se hallaban en conjunción. Esto provocaba una catástrofe y de sus cenizas empezaba otro ciclo, reproduciéndose perpetuamente a través de los eones. La visión griega del tiempo no ofrecía la posibilidad de saber cuál era la edad del Universo, así como tampoco había lugar alguno para la feliz idea de la evolución, que llegaría siglos después. Si se quería determinar con precisión mínima la antigüedad de la Tierra, era preciso desechar la concepción cíclica del mundo y aceptar que el tiempo ha tenido un inicio medible. De lo contrario, no hacía falta siquiera interesarse por la cuestión.

Y esta transformación en el pensamiento fue iniciada en gran parte gracias a la adopción en el mundo occidental de la religión cristiana, porque en ella no había ciclos ni periodos repetitivos, sino que la historia de la existencia de la Tierra era muy corta, datable y, por tanto, se podía determinar con exactitud, al contrario que la visión cosmológica griega. Los cálculos llevados a cabo por los investigadores cristianos se basaban en el recuento de nacimientos y muertos de seres humanos, a los que sumaban los "engendrados". Grandes científicos emplearon este método, entre ellos Kepler y Newton. Éstos dos últimos calcularon la fecha de la Creación en el 3993 y 3998 antes de Cristo, respectivamente. A ellos se unieron las indagaciones de Eusebio, presidente del Concilio de Nicea (años 325 d.C.), que propuso que habían pasado 3.184 años entre Adán y Abraham, y Agustín de Hipona, que dedujo que fue alrededor del año 5.500 a.C. cuando se creó el mundo.

Sin embargo, el cálculo más sorprendente es el que hizo en 1658 el arzobispo James Ussher, de Armagh, en Irlanda, según el cual la Tierra se creó en el año 4004 antes de Cristo, el 25 de octubre a las nueve de la mañana. Tal precisión provoca algo menos que risa, pero hay que tener en cuenta que para realizar sus cálculos debió de efectuar laboriosas investigaciones, analizando documentos antiguos, sobretodo los que proporcionaban un calendario astronómico. Gracias al calendario, se podía saber el día y la hora exactas de la Creación, si las operaciones eran correctas. En la época, se creía adecuado emplear el método de datación por recuento de nacimientos y muertes. No es un procedimiento válido, por supuesto, porque el nacimiento de los seres humanos y el planeta no es simultáneo (así se creía en la Edad Media, en base a la Biblia). Pero, al menos, el creer que el Mundo tenía un inicio en el tiempo permitió que la ciencia de la cronología histórica empezase a desarrollarse.


A partir de finales del siglo XVIII la mayor parte de los estudiosos rechazaban la visión de la edad de la Tierra que les proporcionaba la Biblia, e iba tomando cuerpo la posibilidad de que nuestro planeta fuese mucho más viejo de lo estimado.
Al elaborar su hipótesis sobre la nebulosa que dio origen al Sistema Solar, Georges-Louis Leclerc de Buffon, el famoso conde de Buffon, observó que la Tierra debía de tener como mínimo unos 75.000 años y que lo más probable era que su edad alcanzara el medio millón de años. Buffon basaba sus cálculos en las evidencias del calor interno terrestre y deduciendo el tiempo que tardaría en enfriarse una masa de gas en fusión, la joven Tierra, hasta su estado actual. El naturalista francés hizo pública su hipótesis en 1778, y también comentó que los seis días de la Creación se podían considerar épocas de duración indeterminada. Su hipótesis sería adecuada en el supuesto de que el mundo fuese un fragmento del Sol, creado como consecuencia del paso de un cometa por sus cercanías.

Hubo, sin embargo, dos conceptos que cambiaron para siempre la interpretación de la edad de la Tierra y que hicieron posible multiplicarla en varios órdenes de magnitud. Uno de ellos fue el estudio de los estratos geológicos y el otro, la teoría de la evolución de las especies.

Tanto Charles Lyell (1797-1875) como George Scrope (1797-1876) habían enfatizado en sus respectivos escritos la necesidad de contar con grandes periodos de tiempo para que los fenómenos geológicos de erosión y sedimentación pudiesen producirse. Era muy poco probable que, por ejemplo, manifestaciones geológicas como la sedimentación en la cuenca del Ganges, en Gran Bretaña, se hubiera formado en unos pocos miles de años. Un profesor de geología de Oxford, John Phillips, hizo cálculos allí y, aunque eran muy aproximados, estimó la edad de la corteza terrestre en casi un centenar de millón de años. Los distintos estratos geológicos que había en diversas partes del mundo indicaron claramente a los investigadores que para su creación eran necesarios periodos temporales de cientos de millones de años como mínimo. No obstante, estos métodos geológicos databan las rocas de forma indirecta; es decir, se calculaban sus edades relativas porque unas estaban sobre las otras y las más inferiores eran, obviamente, las más viejas. No se podía saber con certeza la edad absoluta de un estrato rocoso determinado.

El mencionado John Phillips realizó sus mediciones antes de que Charles Darwin (1809-1882), un seguidor entusiasta de Lyell, publicase unos resultados en los que determinaba una edad de 300 millones de años para la zona del Weald, en el sureste de Inglaterra. Además, y como sabemos, Darwin publicó "El Origen de las Especies", en el que explicaba el mecanismo de la evolución con dos ideas principales: la diversidad presente en las poblaciones de seres vivos y la selección natural que se manifiesta en la supervivencia del más apto y la reproducción diferencial. La diversidad permite que la selección natural "escoja" a los individuos favorecidos frente a los que no están en buenas condiciones. Esta diversidad se observa claramente al analizar una población particular de seres vivos. No hay dos idénticos, y por tanto, no están igual de favorecidos ante las circunstancias de la naturaleza. Para comprender la idea de la selección natural hay que entender que la Tierra ofrece un alimento, un espacio y unos recursos naturales limitados, lo que obliga a los animales a competir entre ellos para sobrevivir. También el tiempo juega un papel importante, puesto que al cabo de muchas generaciones, una población puede haber cambiado ligeramente un carácter por ser más apropiado. En una escala temporal más amplia, es posible que varios caracteres se alteren y si éstos son muy importantes, se puede hablar de una especie nueva. Es decir, a lo largo de un periodo de tiempo prolongado (de varios millones de años, por ejemplo) era posible que una especie determinada de ser vivo diese lugar a otra.
Había una forma de poder observar directamente a estas especies que, en el momento presente ya no existen, pero que demuestran que había clases diferentes de animales o plantas en el pasado y que la selección natural ha eliminado o bien ha transformado en una más adecuada o especializada: los fósiles.

La historia de un fósil puede ser como sigue: un pez que acaba de morir descansa sobre el lecho del mar. Al pudrirse la carne, sólo quedan los huesos. Quizá la arena o el barro cubran los huesos, evitando así la putrefacción o que se deterioren por el paso del tiempo. Otras capas de materiales enterrarán los huesos, que se fosilizarán gracias a los minerales presentes en los materiales que los cubren. Cuando, finalmente, el clima deja al descubierto los huesos al erosionar los sedimentos que tiene encima, están endurecidos como una piedra.

El estudio de los fósiles permitió empezar a datar la vida en la Tierra con millones de años de antigüedad, aportando una prueba importantísima acerca de la edad del planeta. Si la vida presente en la Tierra tenía esa edad, el planeta mismo debe ser aún más viejo que la vida que contiene. Los fósiles encontrados de los primitivos animales y plantas elevaban la historia de nuestro mundo hasta varios cientos de millones de años, lo cual no es poco. Mostraban, por tanto, que era necesario un periodo muy largo de tiempo para que se pudieran formar. Los geólogos poseían, pues, evidencias más que claras de que la Tierra debía de ser increíblemente vieja.

Tanto las investigaciones de Lyell en el terreno de la geología como las de Darwin en la biología mostraban que el camino correcto era suponer que la Tierra era muy vieja. Pero no lo demostraban con pruebas directas. No había forma de datar directamente ni los estratos de rocas ni los fósiles.

Pero la Física siempre tiene algo que decir en el mundo de la Ciencia, sea en el campo que sea, y en el tema particular que nos ocupa ha jugado un papel importante. Una buena manera de intentar solucionar el problema era mediante la termodinámica, o sea, la porción de la Física que estudia la transferencia del calor. La Tierra emite calor al espacio continuamente, desde el interior del planeta hacia la superficie. El centro debe ser muy caliente, y a medida que se va hacia afuera este calor irá en descenso (esto está comprobado gracias a las perforaciones realizadas por los científicos en, por ejemplo, la península de Kamchatka o la de Kola, en Rusia). Es razonable pensar que si echamos la película hacia atrás, en los primeros tiempos de la Tierra, ésta sería una gran bola fundida debido a todo el calor tanto de su interior como de su exterior (debido al impacto de meteoritos). Si a partir de ese momento nuestro planeta ha ido enfriándose lentamente y si se puede saber de alguna forma a qué ritmo lo hace, se podrá calcular su edad. Ya hemos comentado la medición efectuada por el conde de Buffon utilizando la base de este mecanismo. Pero su medio millón de años de edad terrestre quedaba ahora muy corto.

Hermann von Helmholtz, físico alemán, empezó a hacer cálculos acerca del tiempo que tardaría el Sol, nuestra estrella, en quemar su energía. Era mucho más fácil hacer cálculos relativos al Sol que a la Tierra (porque, como se ha dicho, en ella las dataciones eran en ese momento relativas y no daban una fecha exacta). Si el material presente mayoritariamente en la estrella fuese carbono, en apenas un milenio el Sol hubiera dejado ya de existir. No era pues este elemento el adecuado. Se dieron a conocer otras formas con las que el Sol podía obtener su energía. Una de las más curiosas (es curiosa hoy, pero en su momento era perfectamente plausible) era suponer a los meteoritos como los principales agentes "excitadores", al chocar contra la estrella y liberar así energía. Tampoco este procedimiento es el correcto, aunque aumentó la edad del Sol en unos pocos millones de años.

Helmholtz elaboró la idea de la contracción gravitatoria, es decir, la materia del centro del Sol se va contrayendo debido a la gravedad y al hacerlo, emite una gran cantidad de energía. Según las averiguaciones hechas por Helmholtz, la Tierra tenía de entre 18 y 40 millones de años. Esto significaba un paso importante, pero aún era insuficiente.

William Thompson, o lo que es lo mismo, lord Kelvin, efectuó también sus cálculos y llegó a la conclusión de que por mediación de la contracción gravitatoria el Sol no podía tener más de 500 millones de años. Parecía que éste método de datación era sólido, no tenía fisuras, se podía considerar como el más adecuado. Pero si era así la Tierra tendría sólo unos pocos cientos de millones de años, insuficientes para que los procesos que se observan en ella pudieran haberse desarrollado, según los geólogos.

Es en el momento presente cuando dos de las ramificaciones científicas más importantes, la astronomía y la geología, se enfrentan: los astrónomos, gracias a los cálculos de Helmholtz y otros ilustres pensadores creían que los pocos cientos de millones de años era la cifra más realista, mientras que los geólogos (y también los biólogos, con Darwin a la cabeza) preferían ya la de miles de millones de años o más para la edad de nuestro planeta.

Como sólo hay una verdad, o bien la teoría de Darwin (con todo lo que convellaba) era errónea o bien eran los cálculos de Kelvin los incorrectos. Ambos admitían la posibilidad de estar desacertados en sus investigaciones. Ambos científicos no tenían conocimiento alguno de la gran revolución que estaba por llegar, y que cambiaría para siempre las escalas de tiempo en las que se medía la edad de la Tierra. Esa revolución llegó en forma de radiactividad.

Fue Henri Becquerel quien descubrió el fenómeno de la radiactividad, que consiste en la propiedad de los núcleos de algunos elementos de desintegrarse y transformarse en otros elementos más ligeros y sencillos, emitiéndose en el proceso una gran cantidad de energía. En 1904, Ernest Rutherford propuso lo siguiente: el helio que estaba atrapado en los minerales radiactivos podría ofrecer un método muy fiable de la edad geológica. Un año más tarde, B. Botlwood descubrió que el plomo estaba asociado a los minerales de uranio. Este último hallazgo, que parece no tener demasiada importancia, se revela capital, ya que si el momento de su solidificación una roca contenía uranio, en el instante presente una parte de ese elemento se ha transformado en plomo. La vida media del elemento radiactivo es el tiempo necesario para que la mitad de los átomos de una sustancia se desintegre. En el caso del uranio, esta edad media se fue conociendo a medida que las investigaciones sobre radiactividad aumentaban, y se supo pues que era fácil observar la relación entre el uranio (elemento original) y el plomo (elemento final) y, a partir de ella, calcular la edad geológica de la roca en cuestión.

Para poner algunos ejemplos que aclaren un poco esto, la vida media del carbono 14 es de 5.570 años. Pasado dicho tiempo, la mitad de los átomos originales del carbono 14 se habrán convertido en nitrógeno 14 gracias a la radiactividad. Si entrásemos en una cueva desconocida para la Humanidad y nos encontráramos con los restos de un fuego se podría saber con relativa seguridad cuán vieja es la madera chamuscada. En el caso de que halláramos que la mitad del carbono está convertido en nitrógeno, la edad de los restos sería de 5.570 años.

Por otra parte, la vida media del uranio es de unos 4.500 millones de años, lo que quiere decir que si estudiamos una roca y vemos que la mitad del uranio está en forma de plomo, han pasado 4.500 millones de años desde la solidificación de la roca. Es pues, un método fantásticamente bueno para determinar con precisión la edad de cualquier muestra. No obstante, no es oro todo lo que reluce, y el método radiométrico, como se le denomina, tiene sus errores y sus dificultades, que complican poder utilizarlo en todos los casos con exactitud. Para poder aplicar este método a las rocas es preciso que éstas satisfagan algunos requisitos: la edad de la muestra no puede ser mucho menor o mucho mayor que la vida media de la sustancia de la que medimos su edad, así como se debe tener constancia de la inexistencia de los elementos finales en el momento en que empieza a contar el tiempo (instante cero), porque de lo contrario el resultado saldría falseado. También es necesario que la muestra en cuestión haya estado aislada del ambiente exterior a lo largo de su existencia, para que no haya habido interferencias químicas.
Aún así, vale la pena intentar datar los estratos geológicos por medio del método radiométrico, tal y como hizo Arthur Holmes. Gracias a él y a la publicación de un artículo por parte de Joseph Barrell en el que alegaba por el método radiométrico como el más eficaz, la mayoría de los geólogos empezó a considerar la importancia de la radiactividad para datar la Tierra.
Sin embargo, no es fácil medir las rocas de la Tierra y la mayoría apenas tienen unos pocos millones de años de antigüedad porque en nuestro planeta hay multitud de fenómenos geológicos y químicos, como la erosión o el vulcanismo que limpian la superficie de rocas antiguas y dejan expuestas las de menor edad.

Hace sólo 70 años, en 1931, en una reunión que trataba de la edad de la Tierra, Arthur Holmes concluyó que la misma tenía una edad conocida aún con poca precisión, pero que excedía con seguridad de los 1.460 millones de años y, muy probablemente, no era mayor de unos 3.000 millones de años.

En el suroeste de Groenlandia fueron encontradas hace unas décadas rocas con una edad (siempre según el método radiométrico) de alrededor de 3.750 millones de años. No se cree muy probable poder encontrar rocas más antiguas porque seguramente en esos primeros instantes de la Tierra su superficie cambiaba tan rápidamente que no se conservan materiales primitivos de la corteza terrestre. Nuestro planeta debe ser más viejo que esos 3.750 millones de años, ¿pero cuánto más?.
La historia de la Luna parece estar muy ligada a la de la Tierra. La teoría más aceptada hoy en día acerca de la formación de esta compañera cósmica es aquella que propone el impacto de un cuerpo del tamaño de Marte contra la Tierra. El impacto habría desgajado una gran cantidad de material terrestre que se hubiera esparcido por el espacio. Con el tiempo, estos restos pudieran acabar reuniéndose en un gran cuerpo rocoso por efecto de la gravedad, que formarían la Luna. A partir de las rocas lunares que nos han traído los astronautas de los Apolo estadounidenses, y utilizando el método radiométrico rubidio-estroncio, se ha podido determinar la edad de esas rocas lunares en unos 4.200 millones de años. Por consiguiente, si la Luna tiene esa edad, la Tierra (de la que seguramente procede) debe ser un poco más vieja. Pero, nuevamente, nos hacemos la misma pregunta. ¿Cuánto más?.

Parece ser que la solución definitiva a esta larga historia la dan los meteoritos. Los del tipo metálico (utilizando la relación helio-uranio) y rocoso (con argón-potasio) tienen una edad comprendida entre los 4.500 y los 4.600 millones de años. Los meteoritos son el producto de la desintegración de los asteroides en la época en que éstos empezaban a unirse para, posteriormente, dar lugar a los planetas rocosos. Son pues, el estadio más antiguo de materia que se pueda encontrar en el Sistema Solar. Todos los indicios de que disponen los científicos hasta el momento presente sugieren que ésa es la edad aproximada de La Tierra, la Luna y los meteoritos. Además, los astrónomos saben que el Sol es una estrella que se encuentra a la mitad de su vida, la cual es de unos 10.000 millones de años. Es decir, el Sol tiene unos 5.000 millones de años.

Como resumen, vamos a recordar los puntos en que se basa la conclusión de la edad del Sistema Solar:
1-Las rocas terrestres más antiguas que se conocen se encuentran en Groenlandia, en Isua, y su datación radiométrica indica que se crearon hace unos 3.750 millones de años. Teniendo en cuenta la imposibilidad de hallar rocas mucho más antiguas (debido a la erosión, etc.) queda claro que la misma Tierra debe tener una antigüedad mayor de 3.750 millones de años.
2- Las rocas lunares analizadas han proporcionado una edad próxima a los 4.200 millones de años.
3- La edad de los meteoritos que han caído en la Tierra y que han sido datados por el método radiométrico, indican que tienen aproximadamente unos 4.600 millones de años.
4- La fusión nuclear es el mecanismo por el que en el interior de las estrellas se crea la energía con que éstas brillan. Según los cálculos, todo el hidrógeno y el helio presente en el Sol le proporcionarán una vida aproximada de 10.000 millones de años, estando en este momento a mitad de camino, o sea, alrededor de los 5.000 millones de años.

Por tanto, vivimos en un mundo de una antigüedad casi inimaginable (¿os habéis parado a pensar lo que significa un periodo de 5.000 millones de años?). Y sin embargo, la Tierra nos parece joven, llena de vida y de luz. Gracias a los liftings geológicos que han moldeado su rostro a lo largo de los eones, nuestro planeta oculta su vejez mucho mejor de lo que lo haría una mujer madura a la que le preguntan por su edad. Pero, al final, la tenacidad humana ha hecho posible saber su historia y es evidente que vivimos en un astro vejete. Precisamente por ese motivo debemos cuidar la Tierra respetarla y comprenderla. Es vieja, y necesita nuestro apoyo.

Bibliografía

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